La primera vez que la vi pensé que tenía los ojos cerrados.
Permanecía inmóvil con las piernas cruzadas y “El amor en los tiempos del
cólera” sobre ellas. Tan
grandes eran sus pestañas y párpados, que pensé que estaba
dormida. Luego levantó la vista, me vio y supe que esa mirada iba a contarme
mucho más que su boca al hablar.
Le pregunté por el libro y me dijo que era de esos tan
bellos que nunca había terminado, como si al no leerlo
pudiera detener el final, no del relato, sino del libro.
Supe que amaba las letras, las palabras escritas en si
mismas; después descubrí que en realidad lo que amaba era
el significado de “en si mismo”. Los textos, las
imágenes, los planos, diciendo en su forma, lo que
quieren decir, lo que necesitan decir. Tal vez por eso
sus ojos, al cerrarse y abrirse, al brillar con el sol,
ya lo expresaban todo.
Lo siguiente que dijo fue lo difícil pero apasionante que
era escoger las palabras, lograr que una detrás de la
otra signifiquen mucho más que el conjunto completo, por
eso tenía que irse. Por eso dejé de verla, subió al tren
como lo hace ahora todas las tardes, subió buscando
completar la forma de su necesidad de expresar, todo
aquello que al mirar sus ojos queda claro pero al leer
sus letras sigue difuso.
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